El abad del monasterio de San Miniato del Monte, situado cerca
de Florencia, empezaba a impacientarse. Paolo de Dono, el pintor encargado de
decorar las paredes del claustro, llevaba cuatro días sin aparecer. “Y enfermo
no está…” se decía el abad, perplejo. El día anterior, dos religiosos lo habían
visto correr por una callejuela, como si tuviera miedo e intentara evitar ser
reconocido.
Dos jóvenes frailes interrumpieron las reflexiones del abad:
acababan de tropezar con el pintor “fugitivo” y le habían preguntado el motivo
de su misteriosa desaparición. Uno de los frailes agrego:
-¿Sabe lo que nos ha respondido? La cosa tiene gracia. Ha
dicho que no solo teme aparecer otra vez por el convento, sino que se cuida
mucho de pasar por delante de las carpinterías… el abad cada vez entendía
menos.
-Y parece que la culpa es nuestra padre- explicaron los
frailes riendo. –Desde que maese Paolo trabaja con nosotros, no le hemos dado
otra cosa para comer que queso, queso y más queso. Y dice que con todo ese
queso en el cuerpo se siente tan blando, que los carpinteros, si se enteraran,
lo utilizarían como engrudo para encolar las mesas.
El abad, al oir esta explicación, no pudo contener la risa.
Poco después, hizo llamar al pintor, haciéndole la solemne promesa de que el
queso no volvería formar parte de sus comidas, por lo menos hasta que hubiese
terminado los frescos.
Su Primer Maestro
Paolo, hijo de Dono (que desempeñaba los oficios de barbero
y cirujano, al mismo tiepo) había nacido en Pratovecchio (Casentino), en 1397.
Desde pequeño demostró de manera inequívoca que no estaba
dispuesto a seguir las huellas paternas. En lugar de permanecer en el
establecimiento de su padre, preparando las bacías de agua caliente y las
toallas de lino para los clientes, se marchaba, en cuanto podía, al grande y frecuentadísimo
taller del escultor Lorenzo Ghiberti. Allí podía vérsele a la edad de diez
años, cuando apenas era más alto que los bancos de trabajo, encaramado en
ellos, limpiando y sacando brillo, con entusiasmo, a la gran puerta de bronce
fundida por el maestro para el baptisterio.
Paolo Uccello pinto este “monumental fresco ecuestre” en
honor del “condottiero” que había mandado las tropas florentinas en la batalla
de Cascina, el inglés John Hawkwood, llamado en Italia Giovanni Acuto. Empleo
un color determinado “tierra verde”, que imitaba al del bronce. “Si Paulo no
hubiese hecho que el caballo moviera las dos patas del lado derecho al mismo
tiempo, cosa que, naturalmente, no hace ningún caballo, porque se caería, esta
obra seria perfecta”. Con tan divertida frase, Vasari, biógrafo del siglo XVI,
reprochaba al caballo “su incorrecta manera de caminar”. Por supuesto, no
llevaba razón: en primer lugar, porque el movimiento del caballo es normal (se
trata del paso llamado de andadura), y en segundo, porque Uccello, al pintar al
cárcel en aquella posición, pretendía darle un aspecto solemne, en armonía con
el majestuoso pedestal.
Paolo Uccello: Caza en el bosque (posterior a 1460) –
Oxford, Museo Ashmolean
Esta bellísima obra constituye una sugestiva muestra de la
perspectiva “uccelliana”. Bajo una vasta bóveda verde, formada por las frondas
de los árboles, los troncos se hacen más delgados y espesos, a medida que se
alejan hacia el fondo del cuadro, también las personas y los animales se
empequeñecen progresivamente al alejarse del primer plano. Las figuras,
estilizadas, resplandecen con sus vividos colores sobre el oscuro verde del
bosque. Nótense también las ligeras figuras de los perros, dibujados con un
sentido del movimiento que sus siluetas subrayan.
La Deliciosa Obsesión
Cuando creció, Polo se hizo amigo de los “jóvenes leones” de
la nueva generación: Massaccio, Brunelleschi, Donatello. Por este último, sobre
todo, sentía una ilimitada admiración, a la que Donatello correspondía
generosamente, aunque, con su característica llaneza, se burlara de los que le
parecía una manía de Paolo: su amor a la perspectiva.
Esta manía se convirtió, andando el tiempo, en una auténtica
obsesión, tan deliciosa como incitante.
Aun después de transformarse en un austero pare de familia,
con una grava y digna barba, una posición estimable entre los pintores
florentinos y una responsabilidad para con sus hijos –ya crecidos- y su mujer,
Paolo de Dono continuo entregándose a sus “ejercicios” de perspectiva. Así,
pasaba largas horas del día y de la noche dibujando perspectivas de los más
dispares objetos: no solo edificios o escorzos de calles, sino también
sombreros, jarrones y copas. Durante el trabajo, no se daba cuenta de nada, su
mujer, para avisarle que la comida estaba en la mesa o que había llegado la
hora de acostarse, tenía que llamarlo infinidad de veces. Finalmente, Paolo
salía de su ensimismamiento, miraba con estupor lo que tenía ante los ojos y,
en lugar de responder, murmuraba: “¡Ah, que hermosa perspectiva!”.
Pero Paolo, además de la perspectiva, tenía otra pasión: la
de los animales, en general, y la de los pájaros, en particular. De haber sido
rico, seguramente habría convertido su casa en un jardín zoológico; como no lo
era, no le quedaba más remedio que recurrir a su habilidad pictórica para
rodearse de sus animales preferidos, cuyas reproducciones colgaban en las
paredes de sus habitaciones. Pinto, sobre todo, pájaros, de mil especies y
dimensiones distintas, hasta el punto de que su casa llego a parecer una
inmensa jaula, llena de silenciosas pero vivacísimas aves. Ello le valió el
apodo que pasaría a la posteridad: Paulo Uccello (“ucello” en italiano
significa “pájaro”).
Perspectiva y amor a los animales se dan la mano
continuamente en las admirables escenas que Paolo fue pintando hasta su muerte,
ocurrida en el año 1475.
El legado artístico que dejo a la humanidad incluye retratos
de los mejor artistas de su época. Sobre una larga tabla pinto a Giotto,
“abuelo” de la pintura, a Brunelleschi, príncipe de la arquitectura; a
Donatello, orgullo de la escultura…, y a el mismo, apasionado amigo de la
“dulce” perspectiva.
La figura de Paolo Uccello merece un puesto entre los
“maestros” de la pintura florentina de la primera mitad del siglo XV, aunque
solo sea por haber dedicado toda su vida a uno de las más característicos
problemas del arte de aquel tiempo: la perspectiva. En sus cuadros, los objetos
y el paisaje se encuentran sabiamente dispuestos, subrayando la profundidad del
ambiente en que se desarrolla la escena. Esta técnica, sin embargo, no
constituye un fin en sí misma, sino un “medio” para transfigurar la realidad.
Las obras de Paolo Uccello ejercen una sutil fascinación, debido a sus colores
vivos y fantásticos, y –sobre todo- a su estilo “simplificado” y a esa
atmosfera un poco irreal que tanto seduce a los artistas modernos.
Paolo Uccello: Batalla de San Romano (1456 – 60), detalle,
Florencia, Galería de los Oficios
Esta animadísima escena bélica constituye una
síntesis de los gustos y del estilo del pintor: esplendida perspectiva, vivaces
figuras de animales espantados y colores plenos de una sutil poesía.
Advirtamos, además, las figuras de los dos caballos caídos y la del cocea
vigorosamente con sus patas. Aunque en realidad nunca se ven caballos en una
posición semejante, eso no importa al pintor, que, en cambio, pretendía dar a
sus figuras fuerza, dramatismo, ímpetu y potencia. Y no puede negarse que
consiguió lo que intentaba.
Paolo Uccello: Retablo con las historias de la “Hostia
profanada” (1467 – 69) – Urbino, Galería Nacional
Paolo Uccello tenía ya más de setenta años cuando pinto
estos cuadros. A pesar de ello –como se aprecia en los dos “capítulos”
reproducidos, los primeros de los seis que componen la historia-, no había
perdido nada de su encantadora frescura. En la primera escena, una mujer vende
a un judío una hostia consagrada. En la segunda, asistimos a un milagro: de la
hostia, que el judío intentaba quemar, brota sangre, y esta atrae la atención
de los esbirros. En ambas escenas se advierte el especialísimo cuidado puesto
en la perspectiva, subrayada de manera muy particular por los mosaicos del
pavimento y por la posición oblicua de las paredes y de los muebles que hay en
la habitación.
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