La forma, que durante la Edad Media había sido considerada como un elemento accesorio, al servicio de la intención didáctica o moral (cf. Juan Manuel) adquiere ahora la importancia de algo valioso por sí mismo. La belleza, reflejo de Dios, es desde ahora la meta capital del artista, y la Naturaleza, ya directamente observada, ya asimilada a través de los clásicos, la fuente principal de inspiración.
El Renacimiento cultiva un arte selecto para minorías, artificioso y auténticmente literario. Busca en la cuidadosa excelencia de la forma la justificación de su quehacer y la diferencia que ha de separarle del poeta popular divertidor de multitudes.
Con este afán de selección renacen los principales temas de la antigüedad pagana: los relatos mitológicos que se convierten en fuente imprescindible de poéticas comparaciones; el bucolismo pastoril, y las preceptivas de Aristóteles y Horacio (Horace). Al lado de los autores antiguos, los literatos italianos fueron los modelos indiscutibles con tanta o mayor influencia que aquéllos. En Petrarca (Petrarch) [1304-1374] se inspiran los poetas más notables de la centuria. De él adoptan el cultivo del endecasílabo, la artificiosidad de los conceptos amorosos, la preocupación formal, el gusto por el paisaje, las sutiles introspecciones de la pasión amorosa, y el tono delicado y sentimental, así como un tanto artificioso.
Petrarca
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